El Sol se alza fulgurante en lo más alto del cielo, iluminando con sus cálidos rayos las inabarcables praderas que se extienden sin fin en todas direcciones hasta donde alcanza la vista. El grupo viaja a paso tranquilo. Llevan desde el despuntar del alba patrullando las planicies en busca de presas. Ya no quedan muchos, el alimento es cada vez más escaso y los grandes mamíferos, que antaño recorrían estos mismos campos, parecen ahora haberse desvanecido.
El grupo se detiene, algo en la distancia les ha hecho agudizar el oído y rastrear el aire en busca de señales. Tres de ellos, los más veteranos y experimentados, aprietan el paso y se alejan rápidos y sigilosos del resto. Saben lo que les espera a continuación, han interpretado esta danza de muerte tantas veces como las cicatrices que cubren sus cuerpos pueden atestiguar. Son especialistas en el arte de la caza, máquinas de matar moldeadas por la naturaleza durante miles de generaciones para ese único propósito. Frente a ellos, junto a un pequeño arroyo, un grupo de perezosos gigantes descansa apaciblemente saciando su sed. Su gran número descarta un ataque directo pero, algo más alejado, un ejemplar joven devora distraidamente las hojas de la copa de un árbol cercano. La reacción es instintiva y los tres se dirigen agazapados entre la maleza hacia su nuevo objetivo. La tensión es máxima, la supervivencia de su grupo depende del éxito de su emboscada, una coreografía perfectamente calculada donde no hay margen para el error. Todo ocurre en apenas unos segundos, solo hay tiempo para percibir el fugaz destello de los dientes de sable brillar antes de hundirse en la carne de su presa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario