lunes, 11 de febrero de 2019

8. FLAN (Alex - Texto)

Por todas partes se suceden las explosiones. El ruido es ensordecedor. Delante los hombres gritan y corren alborotados tratando de agruparse. Ese último obús ha hecho saltar por los aires a dos de los nuestros y ha dividido a la compañía. Puedo ver a Rogers y O’Donnell parapetados tras los restos de un carro de guerra a escasos metros del agujero humeante dejado por el proyectil que se ha llevado consigo a los pobres desgraciados de Miller y Jenkins. Stevenson, Fitzpatrick y Wellington han conseguido refugiarse en las ruinas de un maltrecho edificio al otro lado de la calle y con gestos apresurados tratan de llamar la atención de estos últimos para que abandonen su posición y se unan a ellos. Un poco más atrás, en un callejón contiguo, Miller y el teniente Williams, que asoma la cabeza furtivamente tratando de localizar a los desperdigados miembros de su unidad. Y yo me aprieto, con el corazón a punto de salirse del pecho, contra el borde de un cráter abierto en el asfalto por alguna otra explosión.

Mi posición no es buena: de espaldas al frente enemigo, agazapado en mi diminuta trinchera, apenas tengo margen para moverme sin exponer la cabeza a los fusiles de los soldados alemanes que asedian nuestra posición desde el otro lado del río. No escucho nada, los oídos me pitan con un silbido estridente, mi respiración se parece cada vez más a un jadeo desesperado, mis ojos vidriosos enturbian la visión. Tiemblo tanto que mi cuerpo parece un flan a punto de desmoronarse y mis manos, paralizadas por el miedo, apenas pueden sostener el fusil.

El terror me invade hasta límites que nunca antes había experimentado. Quiero gritar, pero de mi garganta solo brotan gemidos ahogados por el pánico y siento como si fuera a colapsar allí mismo, incapaz de reaccionar, abandonándome a mi trágico destino.

Cierro los ojos. Pienso en la vida en Bournemouth, en su interminable playa de arena blanca, en sus atardeceres de vivos colores, en sus paseos al borde de los acantilados. Pienso en Kate, en esa mirada suya que no es de este mundo, en su boca de labios carnosos como fruta de verano, en su cuello esbelto y delicado como el de un cisne y en sus cabellos con reflejos de cobre, y dejo que esa última visión me embriague con un último atisbo de felicidad antes de que la muerte reclame mi alma condenada.

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